San Lucas 15: 11-32
La iglesia nos puso hoy la parábola del “Hijo pródigo” como garantía que todo esfuerzo espiritual, cae en manos de un Padre, misericordioso. Perdimos la condición de hijos, pero el padre nunca pierde su condición de Padre.
Esta parábola es de una gran sencillez: amor paternal y valor del arrepentimiento; pero según los Santos Padres tiene un muy profundo simbolismo. El hijo pródigo es la imagen de toda la humanidad caída.
El amor del Padre respeta plenamente la libertad de los hijos, conservando la esperanza de que los hijos vuelvan a la casa paterna.
El padre que tuvo dos hijos representa a Dios misericordioso en su amor por todos sus hijos. Este Dios, que con su corazón y misericordia transforma la ira y cambia el castigo por el perdón.
Los dos hijos son dos pueblos. Los Padres Santos, han vinculado el tema de los dos hermanos con la relación entre judíos y gentiles.
El hijo mayor que se siente el privilegiado y heredero único, representa a los escribas y fariseos y está lleno de resentimiento y celo.
El hijo menor representa a los pecadores gentiles y paganos, que derrochan sus bienes en los vicios y al final vuelve arrepentidos. Este hijo perdido es para los Santos Padres la imagen del hombre, del «Adán», al que Dios le sale al encuentro y le recibe de nuevo en su casa.
La herencia recibida del padre son los dones de Dios y todo aquello que Dios nos dio, como la inteligencia, la mente, el corazón, el talento, para que le conociésemos y alabásemos.
Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta separarse de su Creador. Lejano de sí mismo; este hombre vivía alejado de la verdad de su existencia.
Malgastó su herencia viviendo pródigamente; es decir, consumió todo su talento en pecados placenteros y en vanidades. No desea someterse a ningún precepto, a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna exigencia; se siente totalmente autónomo.
La herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos griegos «sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia su «naturaleza», se desperdicia a sí mismo.
Clásico error humano de confundir la felicidad con la satisfacción de nuestros deseos sin ningún tipo de barreras.
Reinaba el hambre: no hambre de pan visible, sino hambre de la
verdad invisible.
Obligado por la necesidad, cayó en manos de cierto príncipe de aquella región. En este príncipe ha de verse el diablo, príncipe de los demonios.
Apartado de Dios le tocó ponerse a cuidar cerdos. Considerando la impureza de un cerdo en la ley judaica, esto era la expresión de máxima e inmunda servidumbre.
El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo.
“Aquí se alimentaba de bellotas”, que no le saciaban. Las bellotas son las doctrinas mundanas que alborotan, pero no nutren, digno alimento para puercos, pero no para hombres.
Al llegar a este punto, el hijo pródigo logra la «vuelta atrás»; se da
cuenta de que está perdido.
El hijo pródigo se da cuenta a quién ofendió y en manos de quién cayó. Vuelve a sí mismo y luego al Padre.... su «conversión»!
Con esta interpretación «existencial» del regreso a casa, los Padres nos explican al mismo tiempo lo que es la «conversión»: el sufrimiento y la purificación interna. Así han entendido la esencia de la parábola.
El padre ve al hijo «cuando todavía estaba lejos», sale al encuentro; se anticipó con su misericordia.
¡Cuán cerca está la misericordia de Dios por un hijo perdido que vuelve!
Y corriendo hacia él se le echó al cuello. Es decir, puso su brazo sobre el cuello de su hijo. Los Santos Padres encuentran a Cristo en esta parábola en el abrazo del padre: «El brazo del Padre es el Hijo».
El «yugo» de este brazo no es una carga que pesa, sino que nos sostiene y nos da amor.
San Ireneo describió los dos brazos del Padre como al Hijo y al Espíritu Santo.
El hijo le confiesa: “padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”.
El padre movido por la misericordia, reconoce el camino interior que ha recorrido el hijo, ve que ha encontrado el camino hacia la verdadera libertad, y ya le ha perdonado.
¡Cuán cerca está la misericordia de Dios, de quien se confiesa su miseria!
Volvió hacia la casa del Padre, por medio del Sacramento de la Confesión y el perdón.
El padre manda preparar un gran banquete.
En el banquete ven los Padres Santos una imagen del Sacramento de la
Eucaristía, en la que se anticipa el banquete eterno.
Reina la alegría porque el hijo «que estaba muerto» al marchar de su casa paterna; ahora ha vuelto a la vida, ha revivido: «estaba perdido y lo hemos encontrado».
El padre ordena que se le dé «el mejor traje». Para los Padres Santos este «mejor traje» simboliza la túnica de gracia que tenía originalmente el hombre y que perdió Adán al pecar.
Ahora, este «mejor traje» se le da de nuevo, con la esperanza de la inmortalidad que concede el Sacramento del Bautismo.
Manda asimismo que se le ponga anillo, prenda del Espíritu Santo, y calzado para los pies como preparación para la evangelización de la paz, para que sean hermosos los pies del anunciador del bien.
Mandó el padre matar un becerro bien cebado, es decir, se le admitió a la mesa en la que el alimento es Cristo, se le admite a participar de su cuerpo en la Santa Comunión.
Al regresar el hermano mayor, oye música y danzas. En el texto original se dice literalmente que oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta.
El hermano mayor, cuando vuelve del campo enfadado, no quiere entrar. Simboliza al pueblo judío que mostró esa aversión contra Cristo como el Mesías.
Los judíos se indignaban de que viniesen los gentiles desde tanta simplicidad, sin la imposición de las cargas de la ley, sin el dolor de la circuncisión carnal, a recibir en pecado el bautismo salvador y, por lo mismo, se negaron a comer del becerro cebado.
También con el hijo mayor “salió su padre y le suplicó”: sale al encuentro; se anticipa con su misericordia y lo invita al banquete.
Dios es el padre de TODAS sus Creaturas, sin diferencias o preferencias.
La respuesta del hijo muestra su amargura: “Hace tantos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir una orden tuya……”.
Los Santos Padres ven aquí una reflexión sobre la “herida” del pueblo judío, como “pueblo escogido”, que ya no es el único en la salvación.
Este proceso de pasar de un Pueblo Exclusivo a un Pueblo Incluyente en el designio de Dios para la salvación, era un horror para los judíos.
Por Cristo somos ahora los cristianos el pueblo de Israel.
¿Qué le responde el padre? «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Se dirá en sí mismo: “ciertamente estás conmigo, ya que no marchaste lejos, pero, sin embargo, para tu mal, estás fuera de casa. No quiero que estés ausente de mi festín. No envidies al hermano menor”.
El hijo mayor no comprende el valor y símbolo de las palabras del padre: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Con esto le explica la grandeza de ser hijo del padre... de Dios.
Tratar de “hacer de hijo pródigo”, siendo más conscientes de nuestras faltas y tratar de volver arrepentidos a la casa celestial. La misericordia divina nos espera.
Preguntémonos al fin del día:
¿Cuántas a veces he sido yo hoy hijo pródigo?